viernes, 2 de agosto de 2013

Prehistoria de la Ley Antidiscriminación

Como recordó hace un par de días Gerardo Gorodischer, presidente de la Comunidad Judía de Chile, se acaba de cumplir un año de la promulgación de la ley 20.609, la Ley Antidiscriminación. Ingresado en marzo de 2005, el proyecto de ley que prometía castigar conductas discriminatorias arbitrarias como la homofobia y el racismo hibernó por años en Valparaíso, hasta que, como sabemos, el brutal asesinato de Daniel Zamudio lo reactivó y apuró su aprobación. En los días posteriores a la agresión del parque San Borja, el proyecto recibió suma urgencia y muchos parlamentarios que parecían haberlo olvidado, súbitamente lo reconsideraron. Otros salieron a recordar –no sin cierta razón– que desde un comienzo habían apoyado la iniciativa, pero que el bloqueo de los sectores conservadores había impedido su aprobación. Algunos honorables, más entusiastas, se atribuyeron no sólo la paternidad del proyecto sino también el carácter de precursores en la lucha contra la discriminación en Chile. Ahora bien, sin ánimo de cuestionar el aporte de los sectores progresistas en la construcción de una legislación antidiscriminación en nuestro país ni mucho menos la importancia de la ley promulgada hace un año, es necesario señalar que, desde el punto de vista histórico, los primeros pasos en esta dirección no fueron dados en la década del 2000, sino hace más de setenta años (!), durante el gobierno del Frente Popular.

Así es. En julio de 1939, unos meses después de que Pedro Aguirre Cerda asumiera la Presidencia de la República y pocas semanas antes de que Gran Bretaña declarara la guerra a Alemania por su invasión a territorio polaco, dando inicio a la Segunda Guerra Mundial, los diputados oficialistas Ricardo A. Latcham (socialista) y Juan Bautista Rossetti (radical) presentaron al Congreso Nacional una novedosa iniciativa legal contra el racismo, conocida en la prensa de la época como el “Proyecto de Ley Antirracista”. En estricto rigor, éste consistía en la incorporación de un artículo a la Ley de Seguridad Interior del Estado, que castigaba con penas de cárcel a quienes promovieran “la preeminencia de una raza sobre otra” o incitaran a “la persecución de una o más razas” dentro del territorio nacional.

Aunque no lo declaraban de manera explícita, uno de los principales objetivos de los legisladores era dar protección al creciente número de inmigrantes judíos que por entonces llegaban a las costas chilenas. Durante la segunda presidencia de Arturo Alessandri (1932-1938), ingresaban al país una cincuentena de familias israelitas por año, sin embargo este número aumentó considerablemente a fines de 1938, tras la Noche de los Cristales Rotos –pogromo que marcó el inicio del exterminio físico de los judíos por parte del Estado alemán– y tras la adopción de una política de “puertas abiertas” por parte del Frente Popular, política ciertamente muy distinta a la del resto de los países latinoamericanos de la época, que cerraron sus fronteras a la entrada de judíos durante el Holocausto.

Quiénes apoyaron más decididamente la iniciativa de los diputados Latcham y Rossetti fueron las organizaciones antifascistas de la época, la Alianza de Intelectuales y el Instituto Antirracista de Chile. La primera, fundada por Pablo Neruda a fines de 1938 en respuesta a la Noche de los Cristales Rotos, jugó un importante rol en el alineamiento de los escritores chilenos en contra del nazismo; el segundo, fundado y dirigido por el senador radical Dr. Cristóbal Sáenz a principios de 1939, reunió a distintos actores de centroizquierda en contra del racismo fascista, logrando movilizar a una parte significativa de la ciudadanía. Esto último quedó de manifiesto en agosto de 1939, un par de semanas después de la presentación del proyecto de ley antirracista al Congreso Nacional, cuando el instituto llevó a cabo en el Teatro Caupolicán la “Primera Gran Jornada Contra el Racismo”, oportunidad en la que miles de personas manifestaron su repudio al antisemitismo nazi y su apoyo al proyecto de los diputados Latcham y Rossetti. Entre los oradores del mitin se encontraban representantes de distintas organizaciones sociales y políticas, como la Federación de Estudiantes de Chile, la organización feminista MEMCH, la Alianza de Intelectuales y los republicanos españoles exiliados en Chile, además de dirigentes del Frente Popular.

Por supuesto, la reacción de la extrema derecha fue de rechazo absoluto, calificando el proyecto de ley como “maniobra del judaísmo” y “muerte de la chilenidad”. Dado que el Movimiento Nacional Socialista (MNS) de Jorge González von Marées se encontraba fracturado desde fines de 1938, tras el fracasado intento golpista que culminó en la Matanza del Seguro Obrero, fue el Partido Nacional Fascista (PNF) de Raúl Olivares Maturana el que encabezó la reacción de la extrema derecha. Exhibiendo una retórica similar a la de sus pares europeos, los fascistas chilenos acusaron a Latcham y a Rossetti de “traidores de la patria” y “títeres de la Sinagoga”. No sólo eso, semanas después de la concentración antifascista del Caupolicán miembros del PNF asaltaron la sede del Instituto Antirracista, destruyendo parte del mobiliario y dejando rayados antisemitas en las paredes.

Como intuirán nuestros lectores, el proyecto de ley antirracista al que nos hemos referido en estas líneas no prosperó. El rechazo de la oposición, mayoritaria en el Congreso, sumado a la falta de apoyo de ciertos sectores del oficialismo –muchos defendieron la necesidad de priorizar otros temas más urgentes, como la ayuda a los damnificados del terremoto de Chillán o los problemas económicos por los que atravesaba el país– hicieron que el proyecto de ley antirracista naufragara y quedara relegado al olvido. Por ello, nos parece justo (y necesario) recordar este primer paso en la construcción de una legislación en contra de discriminaciones arbitrarias como la homofobia, el racismo y el antisemitismo. Cierto es que el proyecto de los diputados Latcham y Rossetti dejaba fuera a otras minorías y grupos sociales vulnerables –pienso ante todo en las minorías sexuales y nuestros pueblos originarios–, pero su sola existencia marcó un importante hito en la historia política de Chile y situó al gobierno del Frente Popular como un ejemplo de tolerancia dentro del concierto latinoamericano. En medio de un complejo escenario interno –férrea oposición de la derecha, mayoría en el Congreso– y externo –rechazo generalizado de los gobiernos latinoamericanos a recibir inmigración judía durante los años del Holocausto– la coalición encabezada por Pedro Aguirre Cerda tuvo el coraje de defender valores republicanos y humanitarios que ubicaron a Chile como ejemplo de tolerancia y que permitieron salvar la vida de cientos de judíos.

Para terminar, una reflexión política. Como demuestra la experiencia del Proyecto de Ley Antirracista y de la Ley Antidiscriminación promulgada hace un año, los avances en materia de tolerancia y Derechos Humanos son, como cualquier otra manifestación política, un producto histórico, una construcción social, jamás un maná que cae del cielo. Si queremos vivir en una sociedad tolerante, corresponde a los ciudadanos que creemos en los valores republicanos presionar a nuestros representantes políticos para que dichos valores de tolerancia se traduzcan en medidas concretas y efectivas. Ello se aplica tanto a la centroizquierda, tentada en más de una ocasión con la idea de diferir estos debates y desarrollarlos sólo “en la medida de lo posible”, como a la derecha chilena, históricamente contraria a legislar en la materia. Me parece que esto último debiera ser revisado si se espera que los conceptos de “nueva derecha” y “centroderecha” que tanto hemos oído durante los últimos años resulten verosímiles. 

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