Como
recordó hace un par de días Gerardo Gorodischer, presidente de la Comunidad
Judía de Chile, se acaba de cumplir un año de la promulgación de la ley 20.609,
la Ley Antidiscriminación. Ingresado en marzo de 2005, el proyecto de ley que
prometía castigar conductas discriminatorias arbitrarias como la homofobia y el
racismo hibernó por años en Valparaíso, hasta que, como sabemos, el brutal asesinato
de Daniel Zamudio lo reactivó y apuró su aprobación. En los días posteriores a
la agresión del parque San Borja, el proyecto recibió suma urgencia y muchos
parlamentarios que parecían haberlo olvidado, súbitamente lo reconsideraron.
Otros salieron a recordar –no sin cierta razón– que desde un comienzo habían
apoyado la iniciativa, pero que el bloqueo de los sectores conservadores había
impedido su aprobación. Algunos honorables, más entusiastas, se atribuyeron no
sólo la paternidad del proyecto sino también el carácter de precursores en la
lucha contra la discriminación en Chile. Ahora bien, sin ánimo de cuestionar el
aporte de los sectores progresistas en la construcción de una legislación
antidiscriminación en nuestro país ni mucho menos la importancia de la ley
promulgada hace un año, es necesario señalar que, desde el punto de vista
histórico, los primeros pasos en esta dirección no fueron dados en la década
del 2000, sino hace más de setenta años (!), durante el gobierno del Frente
Popular.
Así
es. En julio de 1939, unos meses después de que Pedro Aguirre Cerda asumiera la
Presidencia de la República y pocas semanas antes de que Gran Bretaña declarara
la guerra a Alemania por su invasión a territorio polaco, dando inicio a la Segunda
Guerra Mundial, los diputados oficialistas Ricardo A. Latcham (socialista) y
Juan Bautista Rossetti (radical) presentaron al Congreso Nacional una novedosa
iniciativa legal contra el racismo, conocida en la prensa de la época como el “Proyecto
de Ley Antirracista”. En estricto rigor, éste consistía en la incorporación de
un artículo a la Ley de Seguridad Interior del Estado, que castigaba con penas
de cárcel a quienes promovieran “la preeminencia de una raza sobre otra” o
incitaran a “la persecución de una o más razas” dentro del territorio nacional.
Aunque
no lo declaraban de manera explícita, uno de los principales objetivos de los
legisladores era dar protección al creciente número de inmigrantes judíos que
por entonces llegaban a las costas chilenas. Durante la segunda presidencia de
Arturo Alessandri (1932-1938), ingresaban al país una cincuentena de familias israelitas
por año, sin embargo este número aumentó considerablemente a fines de 1938, tras
la Noche de los Cristales Rotos –pogromo que marcó el inicio del exterminio
físico de los judíos por parte del Estado alemán– y tras la adopción de una
política de “puertas abiertas” por parte del Frente Popular, política ciertamente
muy distinta a la del resto de los países latinoamericanos de la época, que cerraron
sus fronteras a la entrada de judíos durante el Holocausto.
Quiénes
apoyaron más decididamente la iniciativa de los diputados Latcham y Rossetti fueron
las organizaciones antifascistas de la época, la Alianza de Intelectuales y el
Instituto Antirracista de Chile. La primera, fundada por Pablo Neruda a fines
de 1938 en respuesta a la Noche de los Cristales Rotos, jugó un importante rol
en el alineamiento de los escritores chilenos en contra del nazismo; el
segundo, fundado y dirigido por el senador radical Dr. Cristóbal Sáenz a
principios de 1939, reunió a distintos actores de centroizquierda en contra del
racismo fascista, logrando movilizar a una parte significativa de la ciudadanía.
Esto último quedó de manifiesto en agosto de 1939, un par de semanas después de
la presentación del proyecto de ley antirracista al Congreso Nacional, cuando
el instituto llevó a cabo en el Teatro Caupolicán la “Primera Gran Jornada
Contra el Racismo”, oportunidad en la que miles de personas manifestaron su repudio
al antisemitismo nazi y su apoyo al proyecto de los diputados Latcham y
Rossetti. Entre los oradores del mitin se encontraban representantes de distintas
organizaciones sociales y políticas, como la Federación de Estudiantes de
Chile, la organización feminista MEMCH, la Alianza de Intelectuales y los
republicanos españoles exiliados en Chile, además de dirigentes del Frente
Popular.
Por
supuesto, la reacción de la extrema derecha fue de rechazo absoluto,
calificando el proyecto de ley como “maniobra del judaísmo” y “muerte de la
chilenidad”. Dado que el Movimiento Nacional Socialista (MNS) de Jorge González
von Marées se encontraba fracturado desde fines de 1938, tras el fracasado
intento golpista que culminó en la Matanza del Seguro Obrero, fue el Partido
Nacional Fascista (PNF) de Raúl Olivares Maturana el que encabezó la reacción
de la extrema derecha. Exhibiendo una retórica similar a la de sus pares
europeos, los fascistas chilenos acusaron a Latcham y a Rossetti de “traidores
de la patria” y “títeres de la Sinagoga”. No sólo eso, semanas después de la
concentración antifascista del Caupolicán miembros del PNF asaltaron la sede
del Instituto Antirracista, destruyendo parte del mobiliario y dejando rayados
antisemitas en las paredes.
Como
intuirán nuestros lectores, el proyecto de ley antirracista al que nos hemos
referido en estas líneas no prosperó. El rechazo de la oposición, mayoritaria
en el Congreso, sumado a la falta de apoyo de ciertos sectores del oficialismo
–muchos defendieron la necesidad de priorizar otros temas más urgentes, como la
ayuda a los damnificados del terremoto de Chillán o los problemas económicos
por los que atravesaba el país– hicieron que el proyecto de ley antirracista naufragara
y quedara relegado al olvido. Por ello, nos parece justo (y necesario) recordar
este primer paso en la construcción de una legislación en contra de
discriminaciones arbitrarias como la homofobia, el racismo y el antisemitismo. Cierto
es que el proyecto de los diputados Latcham y Rossetti dejaba fuera a otras
minorías y grupos sociales vulnerables –pienso ante todo en las minorías
sexuales y nuestros pueblos originarios–, pero su sola existencia marcó un importante
hito en la historia política de Chile y situó al gobierno del Frente Popular
como un ejemplo de tolerancia dentro del concierto latinoamericano. En medio de
un complejo escenario interno –férrea oposición de la derecha, mayoría en el
Congreso– y externo –rechazo generalizado de los gobiernos latinoamericanos a
recibir inmigración judía durante los años del Holocausto– la coalición
encabezada por Pedro Aguirre Cerda tuvo el coraje de defender valores
republicanos y humanitarios que ubicaron a Chile como ejemplo de tolerancia y que
permitieron salvar la vida de cientos de judíos.